Reiterativo. Eso es lo que siento cuando me pongo frente a
la pantalla y desplazo los dedos sobre el teclado, intentando ensopar de letras
mi cuarto y dejar que la magia me rodee entre notas luminosas, de sabor a crema
de vainilla, a canela, ese olorcito a canela que flota insospechado por los
aires.
De un lado, la blancura del papel haciendo que mis
intimidaciones y miedos más profundos se hagan presentes con audaz premura,
diciéndome que no lo voy a lograr, haciéndome sentir bajo, bajo y ancho,
derramado sobre el suelo, casi inexistente… Del otro, el cielo, azul tan
profundamente azul que podría simplemente atrapar y hacer prisionera un alma
descuidada que se pierda sobre sus nubes…
En este momento, ha comenzado el viaje. ¿Sabes?, amigo
lector, amiga lectora, alguna vez ha sentido ese afán del alma cuando camina
por la calle, cuando ve un cielo como el de este doce de mayo, cuando huele el
aroma de las flores, de salir volando, dejando el cuerpo empotrado inmortal
sobre el asfalto vulgar de la oscuridad mundana, y dejar salir el alma, y dejar salir los sueños y simplemente ponerse
por encima de cualquier rastro de fatalidad, de dolor. Volar por los aires
entre las nubes de un cielo tan azul como la locura misma que te agolpa.
A mí me sucede, ¿lo sabes?. No puedo evitar ir caminando por
ahí y encontrarme con estupor fuera de toda maquinaria social, de todo espacio
y todo tiempo, suspenso en un aura nubosa de mi propia luz, de colores mil,
girando en torno a mi ser, mientras mi cuerpo sigue su camino, transportando el
carruaje de mis locuras y yo le sigo de cerca, flotando… Alguna vez has visto
algo diferente a tu alrededor, inusual, mágico quizás… A mí me sucede con regularidad. ¿Sabes?.
Les voy a contar una historia breve que me sucedió hace
poco. Iba para la Universidad, era temprano, el día dibujaba una mañana bélica
y el cielo estaba rojo completamente rojo lleno de una sustancia luminosa y espesa
como la sangre de los ángeles. Salí de casa y sentí que nada era igual, pero
inadvertido, continué mi paso taciturno hacia el transporte. Era un busesito
pequeño, tan pequeño que apenas cabía yo, de pié, doblado en tres partes para
que mi estorboso cuerpo encajara con esa rudimentaria máquina para trasportar
carne… Subí, pagué el pasaje, mil setecientos pesos, había subido de nuevo y el
metálico comenzaba a escasear con mayor rapidez a su causa, el mundo seguía
girando, pero el mundo conocido, seguía suspenso en un momento aletargado,
lleno de criaturas inmóviles entre la caparazón rosagante de sus cuerpos.
Pieles morenas, ojos oscuros, ojos azules y verdes, todos ellos con ojeras debajo
de sus cuencas, la mirada fija, ¿en qué lugar?, lo ignoro, el espacio en el bus
era tan pequeño que no podría haber nada realmente interesante que mirar, salvo
ahí, fuera del bus, donde el cielo comenzaba a transformarse en una masa en
movimiento, una súbitamente viva sustancia que jugaba y se movía, como batiendo
las manos y diciendo, ¡aquí estoy!... Pero todos ellos iban ahí, mirando al
frente, o al lado, con la cabeza recostada, simplemente pareciendo sumidos en
el trance más profundo, casi tan profundo como la muerte misma. Ellos estaban
muriendo, lentamente, lo sé, esperaban con lentitud que llegara su turno en la
lista para abandonar ese bus de todos los días, la rutina, levantarse a las
cuatro, los calzoncillos, los brasieres, el uniforme planchado, la coca con el
almuerzo, otra vez arroz, huevo, tajadas, y por novedad, una salchicha fría descongelando,
soltando sus jugos paupérrimos sobre los granos de arroz.
Esperaban la muerte sin afán, ¡pero se proclamaban tan vivos!,
apuesto a que si en medio de mi incomodidad hubiera preguntado a cualquiera si
estaba vivo, realmente me hubiera mirado con desprecio o hubiera ignorado mi
pregunta en un gesto de obviedad… Lo sé, porque lo sentí, mirando esos ojos
muertos, llenos de gusanos tristes, de olores tristes como la soledad.
Ocasionalmente crucé la mirada con alguno de ellos, claro,
el nerviosismo de todos fue general. Ha notado usted, estimado o estimada, que
cuando mira a una persona extraña en la calle, fijamente, voltea su rostro y si
no le contesta con un sordo “hijueputazo” frunciendo el ceño, lo que hace es
tomar la actitud tímida y huidiza de girar el rostro, fingir que nunca pasó,
que nunca miró, y que usted menos le dirigió la mirada… Lo he hecho, y sé que
usted también. Estamos en un contexto donde todo el mundo siente la vergüenza
suficiente como para desviar la mirada, sin importar si uno manda una mirada
neutral, seria, casual, o si por el contrario manda una mirada cargada y lista
para detonar una sonrisa. Todos y cada uno, son como fierecillas endemoniadas,
como bestias que escapan de los ojos, que se sienten incómodamente observados,
temen, porque no conocen, porque ignoran, porque temen a lo desconocido, y lo
desconocido no es más que el mismo contacto humano de la mirada… La mirada, la
ventana del alma como cajoneramente le llaman. El mundo ha olvidado para qué se
hicieron los ojos. Ha explotado ciencias y técnicas para persuadirlos de
ejecutar una tarea superficial, llena de mecanismos y artimañas… Si le hubiera
preguntado a todos esos pasajeros, uno por uno, para qué sirven los ojos, les
aseguro que ninguno me hubiera dicho nada absolutamente diferente a un “para
ver”… si es que me hubieran contestado… ¿Para ver?, dice el mundo, pero, ¿ver
qué?, ¿Sabe?, amigo, amiga lectora, ¿Sabe usted para qué le sirven sus ojos?...
¿Lo sabe?
La ironía me invadió y no pude evitar sonreír, porque todos
creen ver, pero en aquel vehículo, nadie veía, nadie enfocaba o daba distintos
ángulos a su visión. Era toda una horda de ojos infamemente malgastados,
cansados, acostumbrados a vislumbrar los destellos de una caja de televisión, a
un partido, a una publicidad, a un trasero redondo y parado, ya sea en una
valla, una revista, o en la hilera central del bus, o de la calle… Ojos muertos
en cuerpos muertos, cuerpos sin alma, o con ella empeñada, dada en consignación
a yo no sé qué duende, ojos tristes que mueren lentamente en el ocaso de un día
que apenas comenzaba. Ninguno se había percatado de lo que afuera se presentaba…
Por la escotilla de la buseta, girando la cabeza difícilmente pude ver que al
oriente lo adornaban ya tonos violetas tan lúcidos como los campos de flores en
primavera, tal como me los imagino en un vallecito europeo, o en una ladera
chilena a lado del viñedo. Al occidente, las nubes se subían sobre las majestuosas
montañas, en una danza erótica, una monta celestial de nube y montaña, haciéndose
caricias suaves con pasiva quietud.
Todavía nadie miraba afuera, todavía nadie miraba firmemente
lo que pasaba en derredor, salvo los señores que miraban las nalgas de la mujer
de cabello teñido de rubio que acababa de subir… Perrillos, me los conozco,
porque yo también se la miré, lo admito, y vi luego sus rostros una expresión
generalizada solo escapaba del incauto que no haya percatado su mirada de la
presencia de la mujer. Maldita sea, la mujer otra vez objeto del deseo
insoportable de los “machos”… Enfurecí lentamente contra mí, contra ellos y
volví a mirar el cielo, me bamboleaba prendido de los tubos del bus, pero podía
sujetarme y mirar…
No bromeo, mi mundo es un teatro mágico, del que puerta no
he podido hallar, solo, de vez en cuando la busco para salir un rato y
respirar, pero pronto me vuelvo a hallar dentro del él, gracias a dios [el que
sea], porque no soporto salir, pero tampoco soporto permanecer en él… No me
preste demasiada atención, usted mismo, o usted misma habrá tenido deslices
ilógicos como este.
La historia del bus, solo pretende encuadrar la foto de un
mundo tan tremendamente lineal, tan lleno de planos, cuadrículas, control,
asqueroso control de mentes, de sueños, de cuerpos, de basura… Un mundo que
limita el verdadero mundo a un ocasional protagonismo. Llegábamos al destino y me empujaban, todos
me empujaban, y el bus empezó a parir gente, como las cucarachas dejan el huevo
para que pululen las blanquecinas alimañas en todas direcciones para sobrevivir,
instalarse en un rincón y mordisquear migajas hasta estar bien gordas y
proseguir el ciclo. Salí despedido del bus y caí de pié sobre la acera… Ahí
estaba, el cielo seguía allí, pero a nadie más parecía advertirle que así era,
todos hacían filas para tomar el bus, oían música o miraban un punto vacío en
el espacio. No sé si eran filósofos todos o si realmente estaban en un trance
atolondrado. No discutí, caminé, tomé un par de fotos y el hongo de una explosión
desató un estruendo imponente en mis oídos… Aquella imagen era el inicio de una
guerra, la nube anaranjada y la onda de choque me sacaron volando del cuerpo y
aterricé un par de metros detrás de mí. Ahora, no era cuerpo y alma, ahora,
solo escoltaba al cadáver de mi persona que caminaba delante hacia la
Universidad.
Ha sentido, amigo lector, amiga lectora, ¿que su mundo se
vuelve maravilloso de repente, y se ha tomado el segundo preciso para
apreciarlo, sonreír y continuar?, Yo lo sentí, cruzaron pájaros la avenida y
detrás suyo dejaron una estela de color danzaron por los aires y se
entremezclaron con las nubes del cielo, se zambullían cual si el cielo fuera un
océano anaranjado y rosado, con la habilidad de peces volaron y dejaron un
colorido ambiente en derredor. ¡Ah! Cuanta magnificencia, cuanto estruendo de
instrumentos, cuantas figuras danzaron aquellas aves para mi mientras esperaba
el cambio del semáforo, o más bien mi cuerpo esperaba la luz verde para
continuar… Quise volar con ellos y se los juro, me di la libertad de dejar mi
cuerpo a merced de su suerte y volé por un segundo sobre la intersección de la
avenida del ferrocarril con la calle barranquilla, el cielo, seguía invitándome
a más, tan luminoso y tan dinámico… Volé feliz por largas horas, aunque según
me contó mi cuerpo, solo estuve suspendido unos minutos en el aire. No le creo.
¿Le creería usted a alguien que no puede volar, si le dijera que usted no voló?...
No lo juzgo, mi cuerpo desconoce lo que es volar, y eso, al parecer, le da
autoridad para decir lo que no es, como a muchos otros cuerpos les he oído decir
sandeces de lo que desconocen, y lo defienden a capa y espada.
Crucé la avenida, y caminé al margen de la acera mirando los
rostros de las personas que venían en contracorriente. Todos eran de cartón,
las caras de cartón, los ojos de papel, manchados de dolor y de inmovilidad. Ni
una sonrisa coseché entonces, salvo la mía que creo que alguno de ellos pudo
ver, porque me apartaron la cara algunas veces. Seguí el camino y a la altura
del puente que conecta con la rotonda de Punto Cero, el péndulo de acero que
pende sobre los aires ilustrando el lugar donde se centra el universo con la
ciudad de Medellín, debajo de mí se encontraba el rio, una masa espesa y café,
maloliente, malformada, mal llamada rio, no obstante, venía otra de mis
euforias en camino, y como orgasmo, apareció desde el sur una tropa de
criaturitas azules tiñendo las aguas de un azul vívido y saturado pero
cristalino.
Cuanta hermosura, los árboles cambiaron de hojas pronto y se
pusieron a tono con la nueva cara del río, nuevamente dejé mi cuerpo suspenso caminando
paso a paso y me lancé a las aguas, nadé como delfín, brinqué y me sumergí,
salí a la superficie y volé entre los destellos que los pájaros dejaban alrededor,
atravesé los autos, miré las cabezas de los ocupantes, cabezas sin rostro, sin
forma, como de trapo amarradas sobre un bulto que parecía su cuerpo. En
movimiento, pero inmóviles, respirando pero tan muertos que despedían un almizcle
fétido.
Mi cuerpo triste terminaba de cruzar el puente y volví a su
encuentro, seguí desviando el paso por entre un caminillo que se perdía en la
mitad de un bosque pobretón, pero que para mi visión era una frondosa arboleda
húmeda por los besos del rocío matutino a esa hora de la mañana… Me acerqué un
poco más a mi cuerpo y cuando ya el camino iba terminando, el cielo se iba
poniendo más común, la gente seguía igual, muerta, crucé la puerta de la
Universidad, y caminé por el sendero donde a lado y lado hay verdor… Tomé una
fotografía y en ese momento, en la foto, mi alma y mi cuerpo se fundieron otra
vez.
Amigo lector, amiga lectora, esto, es una confidencia mía,
muy mía, de lo que a veces parece mi locura, mi mundo, de lo que en la simple
caminata para cumplir el deber, sucede en este cuerpo, que se libera de su alma
y la deja volar en paz.
¿A volado usted?
Wilmar Ortiz
Mayo 12 de 2013
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