Muy recientemente un amigo me escribe haciéndome la pregunta
incrédula de mi acción, un poco absurda, sin importancia ni relevancia para el
mundo, de despojarme la cabeza de su abrigo y quitar, después de más de década
y media sin hacerlo, mi cabello para dejar mi cabeza despejada y desnuda. “Más
huevón usted que se pone a hacer esas apuestas sabiendo que va a perder” – dijo
mi amigo –
Pues bien, quiero compartir con usted, si realmente le
interesaría saber la opinión mía al respecto, los motivos por los cuales hoy
decidí despojarme del cabello en un acto de protesta y disentimiento, pero
sobre todo, de tristeza social, por los acontecimientos vividos en mi país en
la jornada electoral de este 9 de marzo. Advierto que no va a encontrar ninguna
tesis política en mis palabras, por lo menos argumentada con los elementos de
peso más creíbles o convincentes que pueda aportar. Solo va a encontrar usted
aquí la opinión de un ciudadano con un profundo dolor de patria, y más en el
fondo, con un dolor casi desesperanzado de humanidad.
Probablemente me extienda tratando de explicarlo, así que,
le agradezco si al menos llegó a este punto y se enteró de que mi “arrebato”
tiene bases en una protesta social silenciosa y contundente que refleja mi
pensamiento, mi opinión de vivir en un país descabellado y enfermo.
Muy bien. Hace unos meses, no recuerdo bien cuando o
cuantos, al enterarme de las intenciones del señor Álvaro Uribe Vélez, doblemente
expresidente de Colombia, de introducirse nuevamente a la vida política
buscando las más altas esferas gubernamentales para teñir de su filosofía,
accionar e intereses la vida política de mi país, con lo cual dentro de los
límites del respeto, es decir, del respeto por su modo de pensar, accionar y
ejecutar individualmente, no tengo ningún reparo porque, considero de hecho,
que no debo tenerlo. No obstante, los intereses de este hombre con un fuerte
arraigo de deseo por el poder, competen más de lo que quisiera tanto a mi como
a todo el pueblo colombiano, pues, su filosofía y política no se limita a su
individualidad sino que acarrea, dentro de los límites que quiere, y que, esta
misma noche alcanzó, a permear la cotidianidad de cada uno de los colombianos
que habitamos este terruño sangrante en la esquina superior de la América
Latina.
Contrario a lo que muchos pueden pensar, el motivo que
acarrea mi disenso y mi calvicie infringida, no obedece al hecho de que este
hombre y su formato de pensamiento estén en este momento ostentando un cargo
político de alto impacto en este país, pues él mismo en su persona simplemente
cumple con su trabajo. Álvaro Uribe es el Judas Iscariote de la historia contemporánea
de nuestro país, un ser que actúa bajo el hilo de una mano invisible pero
altamente poderosa, de una ideología y de una percepción amañada de la
realidad, sin embargo no es culpable de su misma forma de proceder o pensar, es
solamente el reflejo de lo que quiere, es solamente un ser humano más con
intereses particulares ejerciendo su incansable lucha por sobresalir. Mi
tristeza y rabia en este momento va mucho más allá de la humanidad del Señor
Uribe, a quien le he reconocido en su momento los logros de sus pasados pasos
por la vida política nacional, pero de quien siempre he reprochado la visión
poco aterrizada, burgo-idealista, amañada y egoísta. Mi tristeza reposa
directamente sobre mis compatriotas, sobre los cuarenta y cuatro millones de
personas que habitan este territorio, de los cuales, sin duda alguna una muy
pequeña porción salió hoy a las urnas.
Mi disenso es directamente con la conciencia de cada
colombiano que el día de hoy no actuó, ni para bien ni para mal de la decisión,
que no hizo parte del cambio, ni votando ni actuando de acuerdo a su
conciencia, a su diario trajinar. A aquel y aquella colombiana que todos los
días viven bajo el yugo de la injusticia y la desigualdad ampliamente
registrada por organismos nacionales e internacionales, por aquellos y aquellas
personas que diariamente se la juegan en la vida con un salario mínimo, que no
tienen cómo dar mejores oportunidades a sus familias y que aun así, con lo muy
poco que logran, consideran su fortuna en ganar miserias y decir que “podríamos
estar peor”.
La verdad es que no podríamos estar peor. Ni siquiera una
guerra interna, derramamientos de sangre, y miles de desapariciones, ni
siquiera la entrega del país ante las multinacionales ni cualquier otro Goliat
que pudiera aparecer en la perspectiva futura de nuestro país podría causar un
daño tan grande como el que causa el desinterés y la indolencia de nuestro
pueblo, generalizado, encasillado entre los postigos de un corral, como ganado
cuyo único objetivo es satisfacer las necesidades de una bestia enorme que solo
busca el consumo desaforado y la acumulación cada vez más desigual de la
riqueza y el poder.
Mi pelea va más allá de mi antipatía hacia los ideales de
ese hombre que hoy se alza como senador de la república y de los muchos lacayos
que podrá tener en medio de la militancia en la columna decisiva del país. Mi herida
hierbe y sangra por el colombiano pobre y desamparado que entrega su votación
ante la promesa de cien mil pesos que no le alcanzarán ni para comprar la
comida del mes, mi gran tristeza va por los que embutidos en buses y hartos
hasta la garganta de sancochos, ponen sus barrigas en función del presente
inmediato tan efímero garantizando el hambre de mañana con sus decisiones
caprichosas, irresponsables y egoístas hasta a sus propios hijos.
Hoy estoy triste, enlutado y desamparado. Estoy solo junto a
unos pocos que vemos el gran problema erigiendo su poste y atando la soga del
ahorco lento y prolongado, mientras el país se va de culos por el sifón.
Hoy me rapé la cabeza. Me despojé del cabello para
dignificar personalmente a las víctimas del pasado gobierno de Uribe, a las
cientos de familias que fueron destrozadas por el accionar de una ideología y
un objetivo claramente dictado por las pretensiones de ese hombre vengativo y
repelente. Hoy me rapé porque mi país tiene un serio cáncer que le carcome la
memoria, le consume la vida y lo postra al olvido y al despojo que se han de comer
los grandes buitres que parados en las estacas, desde el norte, vigilan la
muerte lenta de este país. Hoy me rapé la cabeza porque vivo en un país con
ideas traídas de los cabellos, un país descabellado, un país que se ríe a
carcajadas de los venezolanos “porque esas güevas se aguantan semejante petardo
en el poder”, de los “bolivianos por feos”, de los “ecuatorianos por esto” de
los “chilenos por aquello”… Un país donde la gente no come para comprar
mercancía y aparentar su más poderoso estatus, un país que se alimenta de
apariencia y de figurines. Hoy me he despojado de mi cabello porque estoy
protestando, protesto con mi cabeza, descubro mi cabeza ante todos porque en
ella se guarda mi pensamiento y mi ser político, porque la pongo transparente y
entristecida ante usted, porque estoy perdiendo la esperanza de que alguna vez,
usted y yo sepamos el verdadero precio de la tierra que pisamos, de la gente
que nos rodea, antes de que carezcamos de todos esos tesoros irremediablemente
y no nos quede más que la nostalgia para sentir amor por nuestro país.
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