De alguna manera, se me ha convertido en habitual este
juego. Este asunto de hacer malabares en las noches con los pensamientos.
Arrojarlos al aire e intentar escoger la combinación correcta, la maniobra
precisa, la específica pirueta que satisfaga la insaciable hambre de cordura de
mi alter ego. Somos habitantes de las sombras, y en las sombras encontramos esa
turbulenta quietud del pensamiento.
La historia ha delineado por siglos una serie de
comportamientos y precisas normas de conducta que rigen los espectros mutilados
que llamamos humanos. Al punto que la misma ciencia se ha puesto de su lado,
curiosamente, enseñándonos lo que es y lo que no es natural. La noche se hizo
para el reposo y el sueño, el día para la actividad.
Pues bien, la ciencia ha olvidado algo con especial y
pecaminosa omisión. Desde los más lejanos inicios de nuestro génesis, los seres
humanos hemos tenido la atracción más obstinada hacia lo que se esconde,
velado, tras las sombras de la noche y la prohibición. Todo lo que se encuentre
sujeto al abrigo de la no-sapiencia es un fruto prohibido pendiente de la más
hermosa rama en el jardín de las delicias. Es inevitable, si no lo podemos
comprender, conocer, digerir con libertad, ese algo es simplemente atrayente.
No puedo evitar justo ahora, sintiendo la tos forzada y
reclamante de mi padre, en la otra habitación, pensar en que toda esta patraña
de que la noche es noche porque de descanso está hecha, no es más que un juego
absurdo del sistema, del mundo que nos rodea erigido como un holograma vulgar
sobre la realidad intachable y absoluta de la naturaleza. El día es el horario
productivo, en donde todo está visto y dado, es propicio para la producción,
para ser activos seres acorde al hábitat social, el día es propicio para
trabajar, para estudiar, para desconectar la parte más primitiva de nuestro
cerebro, la curiosidad, y ser simplemente seres controlables, manejables y
dóciles, como ovejas bien calmas, pastando a la vista del pastor. El día es el
elemento de control supremo del sistema, porque en el día todo es visible, y la
línea que separa el bien del mal es tajante y contundente.
En la noche las cosas cambian. El caos y el misterio habita
en el más minúsculo rincón de tu cuarto, de tu casa, de tu barrio. En la noche
el pastor no puede vigilar las ovejas, porque la oscuridad se lo impide, porque
tendría que ser más de lo que es para poder vigilarlas. Requeriría, por poco,
de alguna ayuda externa como la luz de una linterna o un sembrado de lámparas
de mercurio que apoyaran su labor. Físicamente nos hemos hecho animales diurnos
y es en el día donde nos hemos aprendido a desenvolver. Es en el día donde nos
podemos comportar de acuerdo a lo que el grupo esgrima y donde somos, muchas
veces, apacibles y elocuentes.
Pero ¡Ay de aquel que en las noches encuentra su sombra
sobre su propio cuerpo!. Aquellos que habitamos en la noche, y probablemente,
toda persona que alguna vez haya sufrido de ese trastorno médico que llaman
insomnio, puede dar fe de lo particular que es esta condición. El insomnio en
sí no es nada, no es más que la acción de no dormir en el horario adecuado, de
salirse del esquema cronológico social y “fisiológico” (como si la lógica del
cuerpo y la naturaleza fuera tan estricta como una ecuación matemática). No es
más que una causa que desata toda una serie de efectos. Es lo que viene con el
insomnio lo que el pobre soldadito de plomo, el pobre hombre, la pobre mujer,
no puede soportar y le lleva al borde de la demencia. El insomnio ofrece una
puerta a un mundo completamente diferente y desconocido para muchos de
nosotros. La quietud de la noche y el silencio son el escenario propicio para
que el cerebro comience a funcionar con una potencia increíblemente mayor.
Escaso de distracciones, el cerebro puede comenzar a funcionar de manera
inversa, y en vez de recolectar todos los mensajes y señales que recibe del
cuerpo, inicia un viaje desde sí mismo hasta el interior. El Insomnio es, como
lo era para Harry Haller, el portal hacia un escenario completamente diferente,
donde solo tiene acceso aquel ser que sea suficientemente trasgresor de su “realidad”
(o loco, como lo decía la obra de Hesse) la noche y su abrigo, son escenarios
donde se flota entre quietud y sombras, donde se pueden desarrollar las
travesías internas más reveladoras. Y es precisamente a eso a lo que el ser
humano teme. A sí mismo, a su interior.
Cuantos no han sufrido en el silencio de la noche, el ataque
de recuerdos de decisiones pasadas, las bofetadas por haber escogido la
profesión que no querían, por haber dejado escapar a alguna persona de sus
vidas, por no haber dicho un te quiero a alguien a quien ya no pueden decírselo,
y eso, solo son retorcijones de lo más elemental que puede suceder en las puertas
de la noche para un “cristiano” cualquiera. La noche es reveladora, pues los
fantasmas de las decisiones equivocadas son azuzados y la verdadera materia que
compone al ser se va revelando poco a poco, como si algún tipo de licantropía
hiciera despertar al lobo interior, él ríe y uno se sume en el miedo.
Incluso en los pensamientos más superfluos, se esconden
claves de las marañas que componen nuestro interior, nuestro ser, y pasarlas
por alto es un acto de completa cobardía, por no decir, que un acto de
ignorancia digno de ser condenado. En la noche nos conocemos, nos descubrimos y
nos leemos. En la noche podemos ser nosotros, en silencio, sin interrupciones,
podemos tener acceso a nuestra verdadera realidad, que, desafortunadamente para
muchos de nosotros, solo llega como un recordatorio de que muy seguramente no
estamos haciendo en el día, en el campo de batalla, lo que realmente somos.
¿Para qué esforzarse en dormir, y callar las voces de
nuestro interior deseo? Religiosamente hablando (de cristianismo) la noche es
el momento en que los demonios se liberan y las almas condenadas salen a hacer
de las suyas en el mundo. Según, la noche no es más que foco y fuente de los
peores desdeños y las más temibles intenciones. Salir de noche, quedarse
despierto en la noche, todo ello, que no sea dormir en la paz del señor con el
ángel de la guarda parado en la baranda de la cama, es un cáncer que debe ser
erradicado. Curioso, porque en la noche es cuando nuestros instintos se
agudizan y nuestros sentidos se vuelven más alertas. Cuando muchas veces
comprendemos nuestra posición de marionetas y detestamos muchas cosas que en el
día ejecutamos con ahínco. Ese afán generalizado de condenar la noche es una
patraña bien elaborada para evitar que la oscuridad nos provea de la luz
verdadera. Siempre nos han dicho que no podemos brillar con luz propia, y por
ello el día nos espera a diario con su falseada luminosidad.
La noche nos está prohibida, porque muy seguramente, si en
ella habitamos, hallaremos la verdadera luz personal e interior, y ese es un
riesgo que nadie quiere que tomemos. Ese es un riesgo por el que nadie está
dispuesto a pagar.
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